Desde el umbral de la ventana
llovieron pétalos de luces
hacia los rincones de mi habitación.
Caminé por los corpúsculos de oro
desde mi espejo enclaustrado
hasta los pasillos de mármol,
esqueleto de la capilla.
Sobre túnicas endiosadas
respiraron campanas,
al enseñorearse
en mis ojos
cuerpos y rostros
perfilados.
Se hilaron a la zaga de una aguja,
penetrando por mi coronilla.
Viajaron por los nichos
de la médula y de la sangre
en busca de mis pies.
Hilvanaron mi cuerpo
a la loza empotrada
en la Tierra de otros Dueños.
Ahí, en la soledad del laberinto,
los rincones de mi habitación
se pintaron con sangre,
en los Libros del Silencio.
Y sólo ahí, la ventana
me abrió sus cortinas a la oscuridad.